lunes, 29 de marzo de 2010

Ralpec


En el silencio del ayer, me recuesto sobrio esta vez y escucho como llegan lejanas palabras desde el sol, desde las montañas más extensas. Murmullos pequeños, como recién nacidos que buscan abrazarse al corazón y encontrar quién los cuide y los haga crecer. Entre ellos malezas, reproches jamás vistos en los tiempos oportunos y que aún así reflorecen en épocas aciagas. Los ojos llenos de un dolor que no sabe decantar. Puedo escucharlos con incredulidad, como si quisieran convencerme de algo que mi memoria jura que no pasó, después de clavarse profundo en los lugares recónditos adonde no llegan los consejos de los sabios. Es tiempo de hibernar, de entrar en la cueva de del oso, de bailar con mis antiguas amantes, no tan traicioneras, porque piden sin prometer nada a cambio y confían en mi. Entonces es posible besarlas y desnudarlas, sentir el frío seco de sus labios sabor a arsénico. La mente se desvanece, ignora los deseos inútiles.

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